26 abr 2012

Garcilaso de la Vega y las cartas manuscritas


Llego al instituto a primera hora, cojo mis libros y avanzo lenta por el largo pasillo ya desierto, pues confieso que me he retrasado unos minutos. Se suceden algunos gritos aislados de los chiquillos recién llegados, las puertas se van cerrando. Al final del recorrido hay una algarabía notable, algún grupo acaba de saber que vendrá un profesor de guardia puesto que el suyo hoy se ausentará. En el recorrido repasaba mentalmente la lección que me tocaba impartir intentando buscar esa chispa que en ocasiones despierta a los muchachos, los hace conectarse. Una va con poca esperanza pero sin perderla definitivamente, sobreviviendo entre el trajín cotidiano que es el pasillo de un instituto de secundaria a esa hora de un miércoles de primavera como cualquier otro. Dentro del aula me esperan, correteando entre las mesas con libretas, apuntes y con todos sus asuntos a cuestas, treinta niños de catorce años a los que tenía que leer, así, sin más, la Égloga I de Gracilaso de la Vega. “Dura tarea”, mascullo por mis adentros, aun así: “Buenos días, nos espera una clase como las demás y como ninguna otra” (a veces me pregunto qué pensarán de mí cuando les digo estas cosas, cuando juego con las palabras que la mayoría no entienden, cuando me miran con esos ojillos divertidos e inocentes). Tras el revuelo empieza a llegar el silencio y comienzo a adentrarme en los versos del poeta. Paseamos por el verde prado de fresca sombra lleno, les regalo a sus oídos el blanco lirio y colorada rosa y dulce primavera. Los observo atentamente, y los veo perder la mirada de cuando en cuando en un punto distante o infinito. Un chico menudo y distraído que se sienta al final del aula hace garabatos, ¡quién sabe si me estará escuchando!, ¿en qué paraíso estará?; otra niña no para de tocarse el pelo muy lejos de aquí y de lo que estamos diciendo. El que se sienta al lado de la ventana, la abre con sigilo para no molestar. Y sigo verso a verso. Leo lenta. Les declamo la poesía, que es como hay que hacer sonar sus cuerdas, tratando de imitar a mi profesor don Vicente cuando una mañana de hace muchos años paseó su voz por los mismos versos que hoy me ocupan a mí, los mismos versos que retuve en mi memoria hasta hoy. Transcurre la primera media hora. Galatea, que era la amada esquiva, es ahora la fallecida Elisa, y Nemoroso le pide que se lo lleve con ella a esa tercera rueda, a ese cielo de Venus, a ese territorio del amor donde la divina Elisa, con inmortales pies pisa. Y entonces sucede: alzo la mirada, dejo que el aire entre por la ventana, respiro, y la veo al fondo, escondiéndose tras su larga melena rubia, limpiándose con la manga de la chaqueta las lágrimas. Suspirando. Yo he vuelto sobre los versos despacio e íntimamente feliz, con respeto y gratitud hacia Garcilaso de la Vega, consciente de que ella, ya por siempre, estará presa de la magia de la poesía.

A segunda hora la labor se presentaba más liviana: niños de trece años se enfrentan a una redacción en la que deben contar qué motivos los llevarían a participar en una manifestación. El ejercicio está en el tema del libro que ahora nos ocupa, y viene introducido por una lectura sobre la importancia del cuidado del medio ambiente. Me ha sorprendido saber que el noventa por ciento de ellos tiene entre sus prioridades respetar a los demás, proteger a los animales y, por supuesto, cuidar el medio ambiente. Grata sorpresa. El siguiente ejercicio es enviar una carta. Ayer, cuando lo puse como deberes para casa, me preguntaron si era una carta de verdad, y les dije que sí. Hoy han venido con el sobre porque ¡no sabían en qué parte de éste se ponía el remitente y el destinatario! Los he visto llegar ilusionados, cada uno con su sobre y su carta escrita a mano para uno de sus amigos, los he observado escribir con su mejor letra los nombres, las direcciones, preguntar cómplices y con sonrisas la calle o el código postal a sus compañeros. Cuando ya estaba todo hecho, yo, que hacía de cartero, he recogido el correo. Todos estaban impacientes para recibir la suya; sin embargo, me las he guardado. Han protestado con viveza y les he dicho el secreto: “la carta manuscrita tiene un olor especial y un tiempo diferente… Vuestros amigos la han escrito para vosotros, pero ahora han de pasar unos días hasta que llegue a vuestras manos. Y durante ese tiempo sabréis que hay palabras para vosotros, pero tendréis que vivir esa espera fascinante”. Una de las niñas de la primera fila ha exclamado “¡Qué guay!” Y he sabido que ha comprendido esa magia de la carta manuscrita, de las palabras con tinta, del derecho que todos tenemos a vivir en un mundo que no esté regido por la inmediatez.

Este episodio me ha hecho revivir gratísimos momentos de mi pasado en los que recibía aún algunas cartas manuscritas: eran, son aún hoy, uno de mis tesoros. Yo también las envié con afán de que se percibieran como algo valioso. Era un ritual el hecho de elegir el papel, seleccionar el color, decidir la textura de éste, escribirlas con una tinta adecuada, poner esmero en la letra. Poco a poco veías cómo el texto iba apareciendo. Y la cerrabas metiendo un suspiro dentro, con la certeza de que, transcurridos unos días, estaría en sus manos. Tanto enviarlas como recibirlas eran actos lo suficientemente emocionantes como para hacer que un día fuese distinto al resto. Actualmente, sólo mi amigo ff me envía a principios de año una carta manuscrita junto a un precioso calendario por el que voy pasando los meses de mis días. El resto del mundo, incluida yo, hemos sucumbido a la pantalla fluorescente, al sonido de las teclas de un ordenador eléctrico. Hemos olvidado que las cartas tienen olor, cuerpo, tacto, belleza…O lo recordamos con añoranza. Suena la tecla del punto, cierro y publico. En unos segundos estará enviado al océano global de mis halos azules, para vosotros, destinatarios anónimos.


11 abr 2012

La verdad sin metáforas



Recuerdo aquellos manuales de literatura en que aprendí que los escritores se referían a ciertas cosas con un término imaginario para evocar el término real, esto es, para embellecer el lenguaje y provocar el efecto de extrañamiento. Esto hacía que la lengua literaria se distanciase de la lengua comunicativa estándar, y a ese fenómeno se le llamaba metáfora. Años más tarde, ya en la Facultad de Letras, estudiaría todas las posibles variantes de esta figura literaria partiendo de incontables textos de los grandes autores.

Estos días no dejo de sentir que el lenguaje es ultrajado continuamente, que la poesía es un arma cargada, no de futuro -como escribió G. Celaya-, sino de vestiduras ignominiosas que tratan de colorear, disfrazar, y en definitiva ocultar lo que deberían contarnos desde la verdad más cruda, haciendo uso de un lenguaje asequible para que todos los ciudadanos puedan entender bien el mensaje: este país está al borde de la quiebra por la ineptitud de unos y de otros; por haber evadido impuestos todo aquel que ha podido; por haber consentido como ciudadanos tanto despilfarro en nombre de la cultura mal entendida, puesta en manos de personajillos de dudosa Cultura; por haber destrozado a base de ladrillo y cemento un litoral que conformaba un paisaje medioambiental maravilloso e idílico, fuente de riqueza atemporal, convertido ahora en fuente de riqueza puntual para unos pocos a costa de su destrucción irreversible; por haber olvidado que el futuro de un país está en la educación y en la investigación.

Sin embargo, la clase dirigente quiere “embellecer” la situación. Ayer, sin ir más lejos, el Ministro de Economía y Competitividad se rebautizaba como capitán de navío y, utilizando la bella metáfora marina, se postulaba en el supremo encargo de dirigir una nave, y hablaba de vientos y de tempestades, así como del rumbo fijo que iba a seguir la dirección de un barco cuyo término real es España y su situación económica. Una vez dado este chapuzón marino, aparece en una entrevista radiofónica, también ayer, el Ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, y declara a los cuatro vientos que estamos en época de tormentas pero que saldrá el sol, dando por hecho que el término real es España, que la situación económica es tormentosa, y que el sol significa la esperanza en el mañana. No quiero pasar por alto que lo hace con una sonrisa cínica, aplaudiéndose a sí mismo ante la sorpresa de su inestimable capacidad inventiva. Hoy, sin embargo, El Periódico dice en su titular que estamos con "El agua al cuello”, donde el término real somos los españoles y el agua representa la magnitud del problema.

Parece que el mar, además de haber sido inspiración para los consabidos versos de Manrique o de Alberti, y para tantos otros, es también un fondo de creatividad donde la clase política puede encontrar la metáfora que nos salve del naufragio; no obstante, como ciudadana de una España que se ahoga (como en otro poema antológico, y acaso premonitorio, de Blas de Otero), embestida por tormentas y huracanes y con una miopía basada en la desesperanza que no me ayuda a contemplar horizontes soleados, me gustaría, por decencia, escuchar las cosas tal como son, es decir, la verdad sin metáforas, la realidad sin sonrisas cínicas.

Por último, como simple grumete en el océano blogosférico, lanzaré mi botella al mar con un mensaje muy claro: respeten ustedes la poesía, porque es un arte elevado que hay que acariciar con manos de seda. A una imagen hay que acercarse desde el corazón, con honestidad, honradez y un punto de genialidad; pero ustedes olvidaron o nunca atesoraron esas tres virtudes, por muy señores capitanes de este barco que se hunde.

1 abr 2012

Única


Un domingo cualquiera por delante. Sales al balcón y te sorprende su hermosura, el frescor, la gallardía de erigirse como única entre tantas ramas verdes. Ha sobrevivido a un lugar que no era el suyo, ha perdido una rama en estado agónico que acabó sucumbiendo a la sequía de luz, ha pasado meses debatiéndose entre el verdor y el silencio. Hace unas semanas empezaron a aparecer futuras flores pequeñas y cerradas, aún eran tibios capullos que sólo se adivinaban. Hoy, coincidiendo con el uno de este mes primaveral, ha decidido abrirse al sol y a mis ojos. Y he pensado que la belleza de esta flor que ha pasado por momentos límite es una fiel metáfora de en qué consiste esto que se llama vida: puedes estar en el lugar que no te pertenece incluso sin ser consciente, puede constreñirte la vasija de la cotidianeidad, puede faltarte la luz. Y un día, casi por azar, sin saber cómo ni qué hilos se han movido para ello, cambias de sitio, rompes tus límites, ves la luz. Y floreces. Y todo vuelve a empezar.

Una música, creo, adecuada: Russian Red, "The sun, the trees".