24 jul 2012

Mujer, profesional, ciudadana.



Si fuese más alocada diría que cada día que pasa lo flipo más; siendo seria puedo afirmar que "no salgo de mi asombro". No doy crédito a tanto despropósito. Ayer, mientras laboraba domésticamente, pensaba que quienes están en el poder, quienes tienen la batuta de nuestro futuro más inmediato, nos están degradando y, en definitiva, anulándonos como personas desde todos los frentes:

1. Como mujer, me quitan algo muy preciado: mi libertad de elección. Ayer me entero de que si me quedase embarazada y el feto tuviese una malformación no podré abortar aquí, es decir, tendré que buscarme la vida o el dinero necesario para hacerlo en otra parte. ¿Quién se erige como juez (o ministro) ético para imponerme que he de dar a luz a una criatura? De nuevo es un ataque a la mujer, pero es más que eso, es un ataque a la sociedad: no nos engañemos, este tema no nos afecta exclusivamente a nosotras. Va más allá y responde a toda una ideología retrógrada que se ampara en las cruces mal entendidas, las del oscurantismo. Soy mujer, vivo en un país... ¿laico?, ¿moderno?, ¿libre? Y ahora van a aniquilarme un derecho fundamental. ¿Cuántos giros del calendario retrocedemos? ¡Me asusta tanta religiosidad!

2. Como profesional de la educación, vengo escuchando de forma reiterada por parte de nuestros gobernantes (y por un nutrido grupo de la sociedad) que somos vagos, que los profesores no hacemos nada más que "tomar café", que tenemos muchas vacaciones, que trabajamos menos de veinte horas a la semana. Y ayer, limpiando el polvo de mi salón, mascullaba para mis adentros: si en Berlín dije que era profesora y me miraron con cierta admiración y respeto, ¿por qué en mi país se me tacha de inepta? Si somos quienes educamos, quienes construimos las bases para un futuro mejor dándoles a sus hijos ciertos valores y conocimientos para desenvolverse en este mundo, entonces, ¿por qué me dicen vaga? ¡Me asusta tanta envidia, tanto resentimiento!

3. Como ciudadana, vivo en un universo gobernado por el dinero. Este hecho, por sí mismo, basta para que repudie mi condición de ser social que se desarrolla y vive en una "sociedad". Me enteré ayer de que en bolsa se apuesta a la caída del más débil, y eso provoca ganancias para los más voraces. En la vida cotidiana nos bombardean con millones de estímulos que están destinados a crearnos necesidades absurdas para que formemos parte del rebaño del consumismo. Ahora que nos quitan poder adquisitivo nos quieren hacer desgraciados porque no podemos ir a comprar todo aquello que nos hicieron creer que necesitábamos. Somos seres robotizados (utilizo el plural de cortesía) y nos movemos por intereses que en realidad no tienen valor alguno. Hemos olvidado que lo originario es lo que nos hace humanos: la naturaleza, la amistad, la música, la buena compañía, el agua, la verdad, los comportamientos altruistas, el silencio, el amor. ¡Me asusta tanta avaricia!

La consecuencia de todo esto es que cuando salgo al mundo hay días en los que todo se vuelve de un tono azul oscuro casi negro, y pienso: ¿dónde vivo?, ¿quiénes son quienes me dirigen?, ¿hacia dónde vamos?, ¿cuánto tiempo falta para que todo explote?

Lo dicho: ni mujer, ni profesional, ni ciudadana. Yo lo flipo.

20 jul 2012

El sabor del melocotón


Nunca he sido una amante de la fruta, principalmente porque albergo una manía que abarca hasta donde tengo uso de razón: una vez pelado el fruto, se me cae al suelo. Sucede así en el ochenta por ciento de los casos. Dicen que es algo que he heredado de mi tío. Esto, poco a poco, me ha ido llevando a abandonar ese placer jugoso de la naranja o de algunas otras piezas que necesitan el cuchillo de por medio, a no ser que algún alma caritativa y cercana haga el trabajo por mí.
Sin embargo, hay una fruta que no puedo abandonar: el melocotón. No es por el sabor, ni por el color, ni por el aroma, ni por la textura; es por algo que va mucho más allá de la riqueza de sus matices: es una emoción difícil de explicar. Para mí el melocotón significa la figura del padre, porque él, mi padre, gobierna felizmente un huerto donde impone sus propias normas de aguas y abonos, donde pasea sus solitarios pasos cada mañana y cada tarde recorriendo las ramas de los árboles que por esta época dan ese fruto. Ese terreno es su universo, su mundo, su sabiduría, su sonido –el canto del aire libre –, la arcadia que lleva su nombre y la de sus ancestros, el paraíso que cada día respira.
A veces los objetos van mucho más allá de lo que representan, significan más de lo que señalan: esta fruta es para mí una caricia de ese hombre que ha dedicado toda su intuición y sus largas horas de silencio contemplativo al cuidado del verdor de sus árboles, al manejo de la tierra y de las raíces.
Cuando contemplo una fuente de estos deliciosos frutos, grandes, sabrosos, con un dulzor cercano al anís, siento que es él quien me regala cada mordisco de vida, cada sabor azucarado que el verano y el calor me ponen en el borde de los labios, cada caricia aterciopelada que su mano de padre, ya adentrado en una incipiente vejez, me brinda. E inevitablemente esos melocotones son su mirada, el día a día, el cantar de la chicharra al abrir la ventana de la casa que preside la higuera, el frío del invierno con las ramas desnudas, el sol de la primavera con una inundación de flores rosas.
Hace poco vi El sabor de las cerezas, una magnífica película de Abbas Kiarostami. En ella, el protagonista se disponía a suicidarse. Para ello se aleja de su hogar y se va a un huerto de cerezos, allí se sube a uno y antes de ahorcarse decide comer de esos frutos. Su sabor le hace sentir la belleza de la vida por el sol que cada mañana sale, por el amor de la gente a la que quiere, por cada sueño, por cada abrazo, por cientos de motivos. Así que cambia de opinión: llena un cesto de cerezas y se lo lleva a su esposa para el desayuno. Así, para mí, El sabor del melocotón.