¿Acaso no debía, antes bien, un hombre saberlo todo, destacar en múltiples actividades, iniciarla a una en las energías de la pasión, en los refinamientos de la vida y en todos los misterios? Pero éste no enseñaba nada, no sabía nada, no deseaba nada. Creía que ella era feliz; y Emma le guardaba rencor por esa tranquilidad tan firme, por esa cachaza tan serena, e incluso por la felicidad que ella le daba.
La Señora Bovary, G. Flaubert
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Tengo por delante más de dos horas: solas tú y la mesa de madera, los lápices afilados, los libros dispuestos en orden, el folio en blanco y el cursor parpadeando. La Señora Bovary está a mi lado; también todas las anotaciones de La orgía perpetua. He leído (de nuevo) estas semanas ambas obras, y ahora es el gran momento: ahí van las primeras líneas de mi ensayo. Es algo parecido a la magia, porque de la nebulosa de ideas que se atropellan en tu mente hay de repente una ilación que encadena una tras otra y cobra forma definida y orden preciso.
Esta novela es especial para mí por varios motivos que no vienen al caso. Puedo decir que me fascina el personaje que es Flaubert, me parece Arte la minuciosidad y la precisión de los vocablos, la elección del tempo de cada escena de la novela... Es el placer del lector: saborear cada palabra y cada párrafo sabiendo que un pretérito perfecto simple no indica el mismo pasado que un pretérito imperfecto.
Hacía semanas que buscaba una mañana de sol para compartirla con Emma, Charles, Rodolphe, Lèon, con las confesiones de Flaubert a Louise Colet, con las traducciones de la obra que modifican el sentido de algunos pasajes... es hilar fino, ¡y qué placer!
A veces, escribir es tan intenso como vivir: todos somos un poco quijotes. Así lo declara el narrador cuando nos deja ver la mente de Emma mientras redacta la carta para su amante:
Pero, al escribir, intuía a otro hombre, a un fantasma hecho con sus recuerdos más ardientes, sus lecturas más hermosas, sus concupiscencias más fuertes; y acababa por volverse tan auténtico y tan accesible que la dejaba palpitante y maravillada, aunque no pudiera, pese a todo, imaginarlo con claridad, pues se perdía, como un dios, tras la abundancia de sus atributos.
Flaubert es infinito, tanto como Cervantes: una odisea interpretativa, un viaje más allá de Ítaca.