¿Acaso es tiempo mal gastado el que se emplea en vagar por el mundo?
Don Quijote
Esta mañana he vuelto a sentir
ese algo inefable que me habla susurrándome en los adentros y me dice que ya es
hora de coger la maleta y montarme en el primer tren que pase rumbo a ninguna
parte. Ya intuí algo el otro día cuando, camino del centro de la ciudad, tuve
que esperar a que pasase el tren. Detenida en el borde de la vía, noté el
escalofrío: hubiera preferido estar en el estómago de la ballena que navegaba
por los raíles que fuera, contemplando cómo se escapaba ajena a mí, a otro
espacio tan distinto al mío, rumbo a otra vida. Es una sensación constante con
la que vivo y que me hace sentirme, cada cierto tiempo, fiel a mí misma: de
repente, sin ningún motivo (al menos aparentemente, quién sabe si habrá algún
motivo para todo) siento que quiero viajar, moverme de donde estoy, no
instalarme en la cómoda quietud, respirar otros aires. Esas ganas de volar son
innatas a mi yo: no sé ser sin el deseo de no estar permanente en parte alguna;
sin embargo, vivo anclada a una mesa con un ordenador, a un trabajo diario, a
una casa con sus paredes. Es el eterno conflicto que muy bien vio Cernuda (por
poner un nombre) entre la realidad y el deseo. En cuanto publique este post, me
pongo a buscar un billete para cualquier lugar. Tengo ganas de vagar por la
cuna de la civilización occidental (que es lo mismo que decir Grecia) y
rememorar los pasos de Ulises… demasiadas ganas.
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