[Rodalquilar, 16 de agosto de 2014]
El
verano ha transcurrido entre arena, sal y nubes, en una especie de espera
relajada que nos ha tenido expectantes e ilusionados a mí y a quien conmigo va.
El mar, en toda su amplitud, ha sido el escenario de la contemplación de
atardeceres, lecturas, juegos, largos baños, paseos, conversaciones...
Algunas
mañanas hemos coincidido en la misma parcela de arena de El Playazo
(Rodalquilar) con una pareja que conmueve los sentidos. Allí hemos desplegado
nuestro salón de tertulias literarias, dentro y fuera del agua, y entre ola y
ola han desfilado Torrente Ballester, Martín Gaite, el ineludible Juan
Goytisolo, don Mariano (Baquero Goyanes), Juan Ramón, José Ángel Valente, etc. Alrededor de las nueve,
ahí estaba esperándonos un libro de historia y de literatura abierto solo para
nosotros por esta entrañable pareja de profesores; su memoria conserva anécdotas
y episodios que no aparecen en ningún manual y que, a quienes aún amamos el
Humanismo y las Letras, nos ayuda a saborear el entramado de la fantasía. Y de ahí
a otros temas, como la milagrosa conservación de un entorno tan fascinante como
el Cabo de Gata o los despropósitos de los gobernantes que todo lo desgobiernan,
o la rica gastronomía de la zona.
Un
día, ella, su energía y su romanticismo, nos guiaron hacia los rincones de la
playa donde pasó sus horas de noviazgo con él. Nos reveló los nombres secretos
que las calas adquirían para ellos, como por ejemplo El Saloncito o La Piedra
de los Pretextos. Evocando los episodios de los años que ya pasaron se
vislumbraba en su mirada el destello perenne de una ilusión de entonces, tal
vez amor; el mismo que se entrevé en él, en su gesto de muchacho y en su sonrisa traviesa mientras le chapotea
el agua a ella, pese a haber conocido más de ochenta primaveras.
No
solo de literatura vive el hombre: también de cordialidad, educación, buen
gusto, pasión por el trabajo bien hecho, generosidad con los demás y con la
sociedad en la que viven. Por eso Adriana y Manolo han sido para mí el mes de
agosto, un espejo en el que mirarme, una fe viva por el otro y por lo que nos
justifica, un matrimonio entrañable donde ella pone el timón y él su humor
inteligente. La edad se desvanece con sus gestos, el tiempo no arrasa con la
lucidez.
Y
así, a las once y media de la mañana, puntuales, en un hábito aprendido durante
toda una vida, coincidiendo con la llegada de la marabunta, ella recoge la
silla que él portará al hombro; después, la suya, la pequeña bolsa y sus
zapatillas; se despiden de nosotros y con paso calmo se alejan hacia sus
rutinas dejándonos con una tonalidad dulce en los labios: la de quienes saben
que han paladeado un momento que algún día habrán de recordar.
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