Estaba ya bien entrada la noche, pero yo, lejos de dormirme, esperaba nerviosa. Percibía esos mismos nervios en mis abuelos, que me cuidaban. Recuerdo que la televisión emitía alguna película de aquellas que mi abuelo calificaba con una sonrisa orgullosa como "buena". Le gustaba ver las historias del Oeste con esos tipos duros que pasan por el Saloon y beben un whisky tan pronto como sacan el revólver. Yo me sentaba con él y procuraba entender dónde estaba aquello que le hacía sonreír cada vez que al malo le daban su merecido. Sin embargo, aquella noche no estaba sentada a su lado, mi abuela revoloteaba por la casa de un lado para el otro; yo seguía sus pasos, y mi abuelo abandonaba cada poco tiempo su eterno sitio del sofá (aún hoy mi abuela lo sigue respetando aunque él ya no esté en este mundo para ocuparlo) y se asomaba a la puerta de la calle.
En aquella época no existían los teléfonos móviles y el mundo conservaba aún el encanto de "la espera", la magia del "no saber". Los acontecimientos necesitaban su tiempo y no volaban las noticias ni las imágenes a la velocidad de la luz: había lugar para la imaginación. Solo una vecina tenía un teléfono fijo desde el que se recibían todas las noticias importantes, y aquella mañana había llegado una para mi familia.
Mis recuerdos son confusos pero aún me veo subiendo la calle corriendo tras mi abuelo (que iba el primero) y mi abuela, que tiraba de mi mano. En lo alto de la cuesta se había parado el coche verde de mi tío, un Chrysler que yo veía casi como un cohete espacial: dentro estaban mi padre y mi tío (al volante). Detrás, mi madre, con gesto de agotamiento, traía en el regazo, envuelta en mantitas rosas, la criatura que hoy cumple 31 años. Era mi hermana: ahí estaba, morena, con mucho pelo, dormida, tan pequeña... La observé con asombro. Al día siguiente, mi vecina y yo subimos de puntillas al dormitorio de mis padres, donde seguía durmiendo, para observarla. Las dos nos mirábamos y nos parecía una de las muñecas de nuestros juegos, pero yo sabía que aquella era mía, y que lloraba de verdad, y que podría tomarla entre mis brazos mientras me miraba y jugueteaba con mi dedo.
Creció despacio, porque cuando somos pequeños todo sucede a ese ritmo del descubrimiento del mundo: el tiempo no tiene calendarios. Poco a poco fue coloreando mi vida de sus cosas, con sus travesuras (ella tenía todo el arrojo ante el mundo del que yo siempre adolecí). Se lanzaba cuesta abajo con mi bici, maquillaba las muñecas con los rotuladores, giraba los discos de la mueñeca grande hasta que dejaban de sonar, saltaba sobre las sillas, jugaba a los médicos poniéndome inyecciones con su maletín, y compartía conmigo el rechazo a la leche y, en general, a la comida.
Hoy trabaja en un hospital, está finalizando sus estudios como nutricionista para administrar bien las comidas de los demás, es arriesgada cuando toma decisiones, no deja que pase un día sin maquillarse y salta sobre la vida con esa alegría que siempre, desde aquella primera mañana que la tomé entre mis brazos, demostró tener.
Felicidades, Toñi.
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