10 nov 2018

Nuestros


La noche se estira como un acróbata circense: a las cuatro miras el reloj y parece haber pasado media hora desde la última vez que lo miraste hace cinco minutos. Y en este tiempo tan detenido se escucha, al fondo derecho del pasillo, el grito de un señor mayor que pide agua una y otra vez. Casi como un eco le replica desde la otra orilla del pasillo una señora con alaridos de dolor, de pena, o quién sabe si de ambas cosas juntas. 
Nosotros, en este hueco de soledad, libramos nuestra peculiar batalla: llamamos a la enfermera cuando tiembla, le pongo paños húmedos para bajar el estallido febril, le doy la mano y le ofrezco caricias en los peores momentos. Lo arropo o lo destapo, según se sienta, poniéndole siempre un gesto sonriente que esconda mi preocupación. 
A las siete vuelve la enfermera, aquella con la que compartía patio en el colegio, a cambir un gotero. Le decimos que la noche ha debido de ser larga también para ellas a tenor de las quejas de los ancianos, y responde con gesto serio, ese que ponemos los docentes cuando criticamos que se financie la enseñanza concertada en vez de la pública, que: “hay un problema social. Tienen familiares, pero no quieren cuidar de los viejos. Y son los nuestros. Nuestros viejos”. Y sale con gesto de rabia y paso ligero.
Mi padre dormita. No se da cuenta. Le doy un beso.

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