Cuando llega esta fecha siempre aflora
en mí idéntica emoción: comienza un nuevo año. Desde que piso los centros
educativos (todo comenzó cuando contaba con tres primaveras), mis tiempos
vitales se han estructurado en torno a los cursos académicos, de igual modo mis
recuerdos se clasifican así: preescolar fue el año en el que aprendí a unir
puntos que se transformaban en letras; Dª Ascensión, la maestra, me tiró de la
sogueta (término que no recoge el diccionario pero que se utilizaba como sinónimo de trenza) cuando hice un punto muy grande en la sin par competición con mi compañero de
pupitre y que tuvo como consecuencia la rotura del papel; en 1º de EGB aprendí aquel trabalenguas de si Pancha plancha con cuatro planchas, ¿con
cuántas planchas plancha Pancha?; y así podría seguir…
Ayer, mientras volvía sola
conduciendo en el espacio más mío que conozco (mi coche) y donde siempre tomo
las decisiones importantes, iba haciendo balance de este año que ha pasado y
casi sentí un atisbo de alegría. No he tenido grandes contratiempos (mis
habituales dolores de espalda que me acompañan desde hace seis años, algún que
otro malentendido en el trabajo, alguna decepción –siempre pienso que el hombre
es bueno por naturaleza…-). Por el contrario, he recibido muchas noticias
felices: buenas amigas han visto satisfecho su deseo de convertirse en madres;
alumnos –pocos, eso sí– han aprendido ciertas cosillas esenciales que no están
en ningún libro de texto; páginas y páginas que han pasado por mis manos y con
las que he vivido momentos apasionantes… Siempre la literatura me lleva de la
mano.
Comencé el verano aislada:
ningún sitio mejor para hacerlo que una isla. No diré paradisíaca (es una
expresión desgastada después de tanto folleto turístico), pero sí muy agradable
y tranquila. Busqué un alojamiento al borde de un pequeño acantilado, de forma
que la banda sonora del pequeño estudio era el rumor del mar. Con ese escenario
y La caverna de Saramago pasé unos
días relajada, pensativa… tanto que incluso me entró la vena creativa y tuve la
osadía de escribir un relato que comienza así: “Cada palabra tiene un aliento,
un ritmo, un silencio. Anna estaba convencida de ello”.
Después regresé al origen: al
pueblo que me vio nacer. He tenido tiempo de vivir el día a día en la casa de
mis abuelos que antes fue de mis bisabuelos y que ahora regentan mis padres.
Cuando uno pisa las huellas del recuerdo del propio yo encuentra emociones
antiguas, renovadas nostalgias. Vi caer una larga lluvia de Perseidas, y
mirando largamente el cielo volví a tener la certeza de que la luna es idéntica
desde todas las partes del mundo. Después me han ido acompañando Italo Calvino,
Leon Tolstoi, Haruki Murakami o Pérez Galdós. Entre línea y línea he visto a amigos, viejos y
nuevos; he hablado largos ratos con mi abuela que ya tiene ochenta y dos años y
a la que adoro en toda la extensión de la
palabra (como diría un personaje galdosiano); he explorado algún rincón
perdido y he vuelto a reconciliarme con ciertos lugares que desde hace más de
cinco años andaban en mi mapa de desdenes.
Es por ello que mañana, cuando
abra la puerta del aula, iniciaré el nuevo año con una sonrisa puesta desde
adentro y con la esperanza de que todo vuelva a tener, como mínimo, un cariz similar al de este año que ya se ha ido.
Ojalá. Y, desde estos halos, acudiré a la cita entre vosotros y yo, aunque ese
pronombre plural cite solo a los dos o tres lectores que aún revolotean de
cuando en cuando por esta página.
1 comentario:
Buona fine e buon inizio.
Un abbraccio dal quarto lettore :)
Gra
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