El sábado pasado volví, tras muchos meses, a la casa
del pueblo de mis padres. Pasados unos minutos sentí un acceso de nostalgia que
me llevó directamente a mi habitación: allí está la cama, intacta, con su
pañuelo juvenil colgando del cabecero y el delfín azul en medio de esta; al
lado, muy cerca, la cama de mi hermana, vacía. Sentí que más que el vacío predominaba
el hueco de la ausencia. Volví a acariciar los libros que aún presiden la
mesita de noche (he vuelto a comprar algunos de ellos para no moverlos de ahí,
de donde deben estar); abrí los cajones, destapé la colcha para tocar la
almohada, con el tacto igual que siempre, con la blandura acostumbrada. Ese
rincón de mi vida me ha visto muchas horas despierta, aunque sería más correcto
decir “soñando despierta”.
Al marcharme, fotografié la luna que presidía
la silueta de la parte antigua del pueblo, con una plaza en lo alto que preside
el mapa de mis recuerdos. Por unas horas fui consciente de todo lo que fue y también de aquello
que no fue, de lo que el tiempo tejió entre sus hilos y ya no es más que
materia de melancolía. Y así es como el sábado fui quien siempre he sido: quien
sueña, quien llora, quien ama, quien recuerda, quien vive. Es la magdalena de
Proust, es el olor a las almendras amargas de García Márquez; es el fino hilo
que tira de la memoria para restaurar el éxtasis de otros tiempos. En el fondo,
tal vez, no seamos más que memoria amarilla.
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