"¡Eres guapíííísima!" Nunca un piropo me ha sabido tan dulce como el que anoche, de modo espontáneo, me regaló mi pequeño Darío. Lo dijo porque sí, sin ninguna motivación mientras le ponía el pijama y le cantaba que yo tengo un elefante que se llama Trompita, y mueve la colita... de repente me interrumpió y lo dijo como quien lanza la fórmula mágica que abre la cueva. Me miró atentamente para ver mi reacción, y acto seguido, me sonrió con dulzura. Quizás lo hizo porque se alegraba de estar conmigo después de un largo día en el que no pudimos pasar la tarde juntos por mi interminable jornada laboral; o quizás porque quería arrancar una sonrisa de mi gesto, irremediablemente, cansado.
Sin ser muy consciente de ello y sin previo aviso, en mi vida, me he convertido en una mujer guapíííísima, pero no solo eso: también en una "princesa rosa". Cada noche, antes de esconderse bajo la almohada para que no lo alcance ningún monstruo que haga"uuuhhhh", se despide de mí con ese título tan alto al que le ha asignado un color que, entiendo, adjudica al género femenino.
He sido muchas personas a lo largo de mis treinta y tantos, siempre con la misma sustancia, pero diferente; sin embargo, nunca he ostentado cargos ni atributos tan importantes como los que un hijo otorga a una madre.
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