La noticia del atentado nos llegó anoche, ya tarde. Estos días en Salerno, en otro país y con otros ritmos, vivimos un tanto al margen de los hábitos cotidianos, sin preocuparnos demasiado por nada, sin leer los periódicos si no viene al caso, disfrutando del entorno y de la compañía; sin embargo, cuando los familiares al teléfono nos preguntaron si nos habíamos enterado, nuestro gesto se cambió.
Regresamos a la casa después del paseo nocturno sin cenar, perdimos el apetito, y casi en silencio, cabizbajos. Si acaso, nuestras palabras fueron para manifestar que los focos en los que habría que incidir con determinación para atenuar (y a la larga acabar) con esta sinrazón tienen que venir por que no haya exclusión social, y acto seguido, por la educación.
Hoy seguimos consternados. Hemos pospuesto nuestra visita a Nápoles, de alguna forma también nosotros estamos de duelo. La barbarie nunca podrá con la bondad de las personas: el chico italiano perdió su vida por salvar la de su mujer y sus dos hijos, miles de personas se han pasado la noche donando sangre y repartiendo comida en los accesos a Barcelona para los conductores atrapados en los atascos interminables. El terror lo siembran unos pocos; la fe en el género humano, la mayoría de la civilización.
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