Mucho ha llovido, me dice ayer una amiga, desde que visitamos Roma juntas. Le respondo que sí, y pienso, aunque lo callo, que para mí ha llovido mucho más, si cabe, puesto que yo vine a esta ciudad por primera vez cuando aún estaba estudiando en la universidad y era, en todos los sentidos, joven. Ahora, la mirada contempla con emoción, sobre todo, el respeto por el paso del tiempo traducido en las fachadas del barrio donde me he alojado, el Trastevere. Sus calles bulliciosas y silenciosas a un tiempo, sus gentes sentadas a la puerta del bar Calisto jugando la partida de cartas, los batientes al exterior de madera oscura de las ventanas que se combinan con el colorido de las fachadas y las plantas verdes que escalan por los peldaños de los recónditos vicoli. Reencontrarme con ese mágico puente flanqueado por ángeles y comprobar que aún hay uno que me mira, levantar la vista hacia el cielo y otear allá por detrás de las piedras de siglos de historia que la luna sigue vistiéndose llena, como en otra era para los romanos que pisaban el Coliseo, para mí en esta noche; observar a mi hijo correteando divertido entre estas calles que nombran la civilización occidental y que, de alguna forma, también me nombran a mí, escucharlo decir sus primeras palabras en esta lengua que es mi segunda lengua, y sentir al despertarme que no estoy en el extranjero porque aquí también soy yo. Todo esto y mucho más significa Roma. Italia. Viajar. Volver.
8 ago 2017
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