29 oct 2013

Algunas cosas buenas



Es cierto que, con demasiada frecuencia, uno tiende a ver solo el lado malo de las cosas, ese filo punzante que hiere de forma sutil sin apenas notarlo de inmediato, pero que va, poco a poco, conformando una herida.

Es mejor poner el cielo boca abajo, levantarse del suelo, mirar con agrado la tormenta que amenaza el cielo de esta noche, abrigarse del frío y, mientras suena Lou Reed, mirar el otro filo, el que no te hace daño.

Y así, en estos últimos tiempos, puedo contar algunas cosas buenas: tuve buenas noticias de alguien a quien aprecio que lidia con una enfermedad y que gusta firmar con trazos de una nube; uno de mis alumnos (uno de esos que salvarán este mundo) ganó ayer un concurso después de prepararlo durante muchos huecos; hoy he brindado con mi amiga (mi buena amiga Maite) porque cumple uno más; esta noche cocinaré para mi hermana, con quien comparto charlas y algunas otras cosas que nos tienen unidas; y, si me esforzara, aún podría seguir…

De repente siento que el polvo puede ser, fácilmente, llevado por el viento. Basta con soplar. 


23 oct 2013

En el primer día de mis 34



EL POZO SALVAJE

Por más que aburras esa melodía
monótona y brumosa de la vida diaria,
y que te amansa;
por más lobo sin dientes que te creas;
por más sabiduría y experiencia y paz de espíritu;
por más orden con que hayas decorado las paredes,
por más edad que la edad te haya dado,
por muchas otras vidas que los libros te alcancen,
y añade lo que quieras a esta lista,
hay un pozo salvaje al fondo de ti mismo,
un lugar que es tan tuyo como tu propia muerte.
Es de piedra y de noche, y de fuego y de lágrimas.
En sus aguas dudosas
reposa desde siempre lo que no está dormido,
un remoto lugar donde se fraguan
las abominaciones y los sueños,
la traición y los crímenes.
Es el pozo de lo que eres capaz
y en él duermen reptiles, y un fulgor
y una profunda espera.
Es tu rostro también, y tú eres ese pozo.

Ya sé que lo sabías. Por lo tanto,
acepta, brinda y bebe.

Carlos Marzal, Los países nocturnos


7 oct 2013

Mal, muy mal vamos...

[Imagen tomada de www.automotivedoctors.com]


Dice Flaubert en una de las cartas que conforman su correspondencia: “Después de todo, mierda. Con tan poderosa palabra puedes consolarte ante todas las miserias humanas, razón por la cual disfruto repitiéndola: mierda, mierda”.

A una le entran ganas de repetirla con ahínco después del episodio que me ha sucedido esta mañana.

He ido al instituto y he dado cuatro clases lectivas como manda mi horario, eso sí, de la manera que he podido: he tenido a los muchachos en sus asientos trabajando sin poder resolverles dudas ni explicarles nada porque me he quedado completamente afónica y con una tos que me ahoga. He de decir que al verme así se han portado de maravilla (que no es lo normal…). En el transcurso de la cuarta clase no me he podido resistir y he intentado aclarar algunos aspectos de la Divina Comedia y de su célebre Canto V (Infierno), mientras una alumna leía en voz alta esos versos de Dante en los que Paola confiesa que nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice nella miseria. En esto me ha venido un golpe de tos que casi me hace vomitar ante mi auditorio que, presto, ha acudido a mí con agua y caramelos.
Una hora más tarde estaba sentada delante de un médico de cabecera que, amablemente, ha dejado de hablar con su colega para atenderme en una consulta sin secretaria, sin pacientes en espera, sin nadie más que el amigo y yo. Tras mirarme la garganta y auscultarme el pecho me ha medido la “saturación” recriminándome llevar brillo en las uñas porque si una se las pinta el aparatito no funciona. Yo, silenciosa, no he dicho nada. A los tres minutos estaba recetándome antibióticos, jarabes, mucolíticos y algo más que no logro descifrar. Al mismo tiempo me ha preguntado por mi trabajo. Le he dicho susurrando que soy profesora de Lengua y Literatura y él, con tono serio y con gesto de superioridad, ha soltado el papelito que estaba preparando para proporcionarme una baja de unos días a la espera de mi cura y me ha dicho: "¡Ah, entonces eres de los que no trabajan!". Me ha alargado la receta con la medicación y me ha despedido para volver a charlar con el colega que esperaba en la puerta.

Ni resignación, ni cabreo, ni malestar: pena, pena por la falta de reconocimiento a un trabajo, el mío, que es de suma importancia. Pena por los millones de seres que piensan como él. Y entonces me he acordado de la frase de Flaubert y mascullando para mis adentros he dicho, con parsimonia, mierda…