18 abr 2010

El padre Alfonso






No es solo que tuviera los ojos cerrados, sino más bien que entonces los tenía abiertos, pero hacia dentro. Y dentro yo tenía un mundo.
(…)
«Nos despertamos para comer —cantaba el delfín—, y nos dormimos para vivir. Son tan hermosos mis sueños que a veces, cuando estoy despierto, juego a que estoy soñando».

Cama y cuento, Gonzalo Moure Trenor, Ed. Anaya.


Yo también fui niña. Yo también necesité los cuentos para vivir. Y los mejores vinieron de los labios de mi bisabuelo, “el padre Alfonso”. Lo recuerdo con su boina negra, su chaleco y su reloj de bolsillo plateado, sus pantalones de pana gruesa. Cenaba tortilla y queso y ahora que tiro de la memoria –esta fascinante y caprichosa dama que vive en nuestra mente-, caigo en la cuenta de que a él, como a mí, le encantaban los plátanos. Y tal vez de su amor hacia los cuentos me surgió, con apenas cinco o seis años, este amor hacia las historias inventadas que yo, como dice Gonzalo en su nuevo libro, creía reales.

Pasaba muchas tardes sentada en sus rodillas escuchando las travesuras de “El tío Carreño”, que debió de existir porque en el pueblo de mis orígenes hay una familia que lleva ese apellido. O tal vez no. ¡Qué importa! Lo que de verdad cuenta es que yo me reía muchísimo, y que le pedía que volviese a contarme la misma aventura una y otra vez. No le permitía que cambiase los detalles… me gustaba tal y como se la había inventado la primera vez. En aquella historia había una niña, un hombre mayor y una higuera. La recuerdo pero no la contaré aquí. Quiero guardármela en lo más hondo de mí, como tesoro de infancia, como memoria amarilla por la que el tiempo ha pasado (como diría M. Hernández –que también puso una higuera en su vida-).

Otras tardes, siempre sobre sus rodillas, me dejaba revistas que casi siempre venían de la casa de la vecina de mi abuela y me pedía que le contase qué pasaba allí. Podía estar horas y horas inventando las vidas de aquellos personajes. Siempre me escuchó atento y me daba los hilos para continuarlas. Finalmente terminaba con la tostada de miel que mi abuela Antonia me preparaba para merendar porque ya llegaba la hora del truque y él se iba. Lo veía sentada desde la puerta, con mi enorme tostada de pan de pueblo llena de miel, alejarse calle arriba con las manos cogidas a la espalda, alto, firme, imprimiendo a su paso el gesto cariñoso que lo definía. Al llegar al final de la calle, consciente de que lo observaba, se giraba lentamente, levantaba el brazo y me decía adiós moviendo la mano. Así desaparecía hasta la noche. ¡Cómo me gustaría darle las gracias ahora!

Siempre sentí como real la peripecia de “el tío Carreño”, igual que siempre yo fui aquella chiquilla de la historia, yo podía ser –acaso era- cualquiera de esos personajes que me inventaba por las tardes sobre sus rodillas. De hecho, siempre preferí el juego de inventar que el de vivir las historias reales con las otras niñas de la calle. Cuando él ya no estuvo, me sentaba en una sillita roja y blanca, más fría que sus rodillas, frente a la chimenea, y continuaba inventando. Aunque ya no tenía quien me diese parámetros. Comenzó a ser demasiado solitario, como todo el proceso artístico. Supongo que desde entonces mi bisabuelo –a quien tuve la enorme fortuna de disfrutar durante once años-, sembró en mí este amor por la fantasía, por el mundo interior, por la aventura de soñar. Me dio la alternativa en la escritura que hoy me salva en tantas ocasiones...

Hace muy poquito alguien me dijo que tenía que tener cuidado con lo que soñaba, porque a veces los sueños se cumplen. Tal vez sea cierto, y si no lo es, hoy, como entonces, sigo teniendo la ilusión de creer que todo puede ocurrir.

Gracias, querido Gonzalo, por haberme llevado a las rodillas de mi bisabuelo en este declinar de un dominical domingo en toda regla.

Y la música… permitidme que haga un brindis con pasodobles taurinos, porque pasé muchas tardes a su lado aprendiendo verónicas y otros lances. Los toros eran su otra gran afición. Por él y por aquellos tiempos felices e inolvidables.




16 abr 2010

Desde aquí sin tener que ser allí


(Vista de Berlín desde la cúpula de Norman Foster en el Reichstag)

Esta fantástica tarde me pregunto si el sentido de ocho días en Berlín no sería, al fin, traerme un par de tés y algún cigarrillo que ha pasado por la cumbre del Reichstag desde donde se puede contemplar la ciudad con perspectiva. Durante el viaje disfruté de la cerveza y de la ingravidez de estar en una ciudad que te pone en jaque mate a cada momento con voz propia, que no deja indiferente al que por ella pasa y tiene sentimientos que expresar, que, como dicen los que viven allí, “sorprende”. Pero no imaginaba que la sorpresa me estaría esperando a la vuelta para recobrar las emociones más altas mordiendo entre los labios los sabores que traje conmigo.
¿Será el sentido del viaje, al fin, la vuelta?


(Tés y cigarrillos que saben a nube azul)


11 abr 2010

El último de la fiesta




III

Has apurado el plazo
que la noche te había concedido,
y a quien la luz ha de traer
ya lo conoces.
Si vuelves hacia casa, con tus pasos
volverán sus pasos. Y a tu fatiga
su fatiga habrá de acompañar.
La fiesta ha terminado y queda su enseñanza:
como una vieja deuda contraída,
nada hay más imposible que escapar de nosotros.
Ya se aproxima el alba, y nadie ignora
que todo plazo acaba por cumplirse,
que toda deuda acaba por pagarse.

Carlos Marzal




(Erbarme dich, mein gott, Aria de La Pasión según San Mateo de J. S. Bach)