Steve Jobs ha muerto y estos días se ha hablado mucho de todo lo que ha supuesto su creación al mundo de hoy. Estoy de acuerdo. Y sin embargo, esta mañana al abrir los ojos, no sé por qué motivo, he recordado aquella lejanísima época (aunque solo haga unos años) en la que bajaba a hacer cola frente a la cabina de teléfono para que el hilo de voz me transportase allá donde quería estar: cerca del cuerpo anhelado o en el calor de la casa con los míos. Llegábamos gota a gota todos los que allí nos reuníamos con las monedas en el bolsillo esperando nuestro turno, impacientándonos si el de delante extendía su conversación más de la cuenta y helándonos de frío si era invierno. Siempre guardábamos una distancia prudencial con quien tenía el teléfono entre sus manos con el fin de dotar a la conversación de una intimidad imposible en aquellas circunstancias...
A veces, tras la espera, echabas la moneda, marcabas los números uno a uno, daba un tono, dos, la voz desde el otro lado respondía y… en ese momento no estaba quien tú buscabas, había salido. Colgabas, aquella cabina telefónica nunca te devolvía las monedas restantes, metías las manos en los bolsillos y te ibas tarareando palabras no dichas, a la espera de otra noche, de otra cola, de otra espera, de otra oportunidad.
Cuando sí estaba, entonces la maldita cabina engullía las monedas a una velocidad inoportuna: antes de haberte despedido un sonido continuo marcaba el final de la dicha… Metías igualmente las manos en los bolsillos y te ibas entonces tarareando las palabras dichas y, por qué no, más aún las no dichas, a la espera de otra noche, de otra cola, de otra espera, de otra oportunidad.
Y así el ritual se repetía una o dos veces por semana, y una llamada era un pequeño regalo similar al de las cartas escritas. Tenía un valor y una magia que hoy tal vez ya pocos acierten a comprender.