26 sept 2013

El hueco

 El sábado pasado volví, tras muchos meses, a la casa del pueblo de mis padres. Pasados unos minutos sentí un acceso de nostalgia que me llevó directamente a mi habitación: allí está la cama, intacta, con su pañuelo juvenil colgando del cabecero y el delfín azul en medio de esta; al lado, muy cerca, la cama de mi hermana, vacía. Sentí que más que el vacío predominaba el hueco de la ausencia. Volví a acariciar los libros que aún presiden la mesita de noche (he vuelto a comprar algunos de ellos para no moverlos de ahí, de donde deben estar); abrí los cajones, destapé la colcha para tocar la almohada, con el tacto igual que siempre, con la blandura acostumbrada. Ese rincón de mi vida me ha visto muchas horas despierta, aunque sería más correcto decir “soñando despierta”.
Al marcharme, fotografié la luna que presidía la silueta de la parte antigua del pueblo, con una plaza en lo alto que preside el mapa de mis recuerdos. Por unas horas fui consciente de todo lo que fue y también de aquello que no fue, de lo que el tiempo tejió entre sus hilos y ya no es más que materia de melancolía. Y así es como el sábado fui quien siempre he sido: quien sueña, quien llora, quien ama, quien recuerda, quien vive. Es la magdalena de Proust, es el olor a las almendras amargas de García Márquez; es el fino hilo que tira de la memoria para restaurar el éxtasis de otros tiempos. En el fondo, tal vez, no seamos más que memoria amarilla. 

16 sept 2013

¡Tierra, tierra!




Oler, tocar, saborear la Tierra, sus frutas y sus carnes, saciarme de olores y colores, ver los océanos y sus orillas lejanas, donde habitan hombres salvajes (…). Ver las orillas movedizas de la Vida, única e indescifrable, ver los cuatro puntos cardinales. Ver lo que vio el joven marinero desde el puesto de vigía de la carabela de Colón cuando, al alba, se puso a gritar, con voz ronca y excitada: ¡Tierra! ¡Tierra!... A lo mejor ese marinero vive eternamente dentro de todos nosotros, en cada ser humano, sólo que a veces se queda dormido en su puesto.
Sándor Márai, ¡Tierra, tierra!


Es una pena que la novela de Márai llegase a mis manos justo al regreso de mi viaje a Budapest, aun así la leí con auténtica emoción después de saber que su autor no volvió jamás a su patria después de 1948, y que solo evocaba los sabores de esta a través de la lengua húngara.
Este y otros muchos pensamientos acudieron a mí como una lluvia sin tamiz ayer por la tarde cuando terminaba la labor de jardinería que mi minúsculo balcón me permite: transplantar un par de plantas a tiestos más grandes.
Este simple gesto fue suficiente para convencerme de que el contacto con la materia hace que esta hable, porque cada material tiene su lenguaje que se traduce en textura, olor, densidad, color…: al hundir los dedos en la tierra, al enterrar las raíces de las plantas en ella, sentí que volvía a saborear el anhelo del viaje expedicionario, el olor a la literatura telúrica (Rebeca, esa niña que come tierra en Cien años de soledad; el territorio de Luvina de Juan Rulfo…), el juego de la infancia mezclando este elemento con agua, la encina de cinco centurias que flanquea la casa de campo de mis bisabuelos, mi propio arraigo a la tierra...
Así que, a veces, una labor que pudiera parecer “simple”, hace que uno hable con el mundo: no hacen falta grandes conversaciones, basta con escuchar la Naturaleza para darse cuenta de que la tierra también tiene un lenguaje propio, aunque para escucharlo haya que estar despierto. Conviene echarse al mar de cuando en cuando para poder regresar con los oídos abiertos.

2 sept 2013

Año nuevo



Cuando llega esta fecha siempre aflora en mí idéntica emoción: comienza un nuevo año. Desde que piso los centros educativos (todo comenzó cuando contaba con tres primaveras), mis tiempos vitales se han estructurado en torno a los cursos académicos, de igual modo mis recuerdos se clasifican así: preescolar fue el año en el que aprendí a unir puntos que se transformaban en letras; Dª Ascensión, la maestra, me tiró de la sogueta (término que no recoge el diccionario pero que se utilizaba como sinónimo de trenza) cuando hice un punto muy grande en  la sin par competición con mi compañero de pupitre y que tuvo como consecuencia la rotura del papel; en 1º de EGB aprendí aquel trabalenguas de si Pancha plancha con cuatro planchas, ¿con cuántas planchas plancha Pancha?; y así podría seguir…
Ayer, mientras volvía sola conduciendo en el espacio más mío que conozco (mi coche) y donde siempre tomo las decisiones importantes, iba haciendo balance de este año que ha pasado y casi sentí un atisbo de alegría. No he tenido grandes contratiempos (mis habituales dolores de espalda que me acompañan desde hace seis años, algún que otro malentendido en el trabajo, alguna decepción –siempre pienso que el hombre es bueno por naturaleza…-). Por el contrario, he recibido muchas noticias felices: buenas amigas han visto satisfecho su deseo de convertirse en madres; alumnos –pocos, eso sí– han aprendido ciertas cosillas esenciales que no están en ningún libro de texto; páginas y páginas que han pasado por mis manos y con las que he vivido momentos apasionantes… Siempre la literatura me lleva de la mano.
Comencé el verano aislada: ningún sitio mejor para hacerlo que una isla. No diré paradisíaca (es una expresión desgastada después de tanto folleto turístico), pero sí muy agradable y tranquila. Busqué un alojamiento al borde de un pequeño acantilado, de forma que la banda sonora del pequeño estudio era el rumor del mar. Con ese escenario y La caverna de Saramago pasé unos días relajada, pensativa… tanto que incluso me entró la vena creativa y tuve la osadía de escribir un relato que comienza así: “Cada palabra tiene un aliento, un ritmo, un silencio. Anna estaba convencida de ello”. 









Después regresé al origen: al pueblo que me vio nacer. He tenido tiempo de vivir el día a día en la casa de mis abuelos que antes fue de mis bisabuelos y que ahora regentan mis padres. Cuando uno pisa las huellas del recuerdo del propio yo encuentra emociones antiguas, renovadas nostalgias. Vi caer una larga lluvia de Perseidas, y mirando largamente el cielo volví a tener la certeza de que la luna es idéntica desde todas las partes del mundo. Después me han ido acompañando Italo Calvino, Leon Tolstoi, Haruki Murakami o Pérez Galdós. Entre línea y línea he visto a amigos, viejos y nuevos; he hablado largos ratos con mi abuela que ya tiene ochenta y dos años y a la que adoro en toda la extensión de la palabra (como diría un personaje galdosiano); he explorado algún rincón perdido y he vuelto a reconciliarme con ciertos lugares que desde hace más de cinco años andaban en mi mapa de desdenes.
Es por ello que mañana, cuando abra la puerta del aula, iniciaré el nuevo año con una sonrisa puesta desde adentro y con la esperanza de que todo vuelva a tener, como mínimo,  un cariz similar al de este año que ya se ha ido. Ojalá. Y, desde estos halos, acudiré a la cita entre vosotros y yo, aunque ese pronombre plural cite solo a los dos o tres lectores que aún revolotean de cuando en cuando por esta página.