13 oct 2011

701 páginas



Son las que suma la edición de Crimen y Castigo que ya descansa en mi mesa y que pasará a su lugar en la estantería tras colgar estas letras en este rincón azul. Son setecientas y una páginas de emociones y convulsiones, de angustias y remordimientos, de pesadillas y contrariedades. Había esperado mucho tiempo para leer esta gran novela, había esperado a estar en un momento vital de apacible ánimo para saborearla capítulo a capítulo, consciente de que me reservaba el regalo de esta historia: las dudas y elucubraciones por el crimen y el castigo de la mano de Raskólnikov y la condición humana de las diversas escalas sociales en la pintura de personajes del San Petersburgo del XIX. Ahora comprendo por qué ha permanecido a lo largo de los siglos: el remordimiento del protagonista es el núcleo sobre el que se construye la acción, la imposibilidad de ser alguien mínimamente relevante en la escala social deriva en un crimen que, en manos de otros, en manos de los poderosos, es aceptado de buen grado y hasta jaleado si se trata de grandes guerras o grandes batallas (no he podido evitar pensar en Bush, en otros presidentes que actualmente dejan correr la sangre y son tomados por héroes). ¿Acaso no es la misma ruindad? ¿Acaso no es deleznable el crimen sea cual sea su origen y su alcance? ¿Acaso no es injustificable aún hoy la pena de muerte que sigue vigente en tantos lugares del mundo? La acción pobre y mísera de un alma conduce al protagonista a la desesperación, a la enajenación, al presidio, a la fría Siberia (como le sucedió al propio Dostoievski). Hay novelas que un hombre no debiera dejar de leer; esta es, sin duda, una de ellas. No por la culpa, no por el castigo, sino por la redención: la puerta abierta a una nueva luz, a un nuevo amanecer de la condición humana, dejan un hilo de esperanza que se centra en el sentimiento más noble y puro que hay entre los hombres: el amor.

Cuesta creer que pudiera escribir esta novela por la mañana, mientras por la tarde escribía El jugador, acuciado por las deudas contraídas para la manutención de la prole… ¡Qué genio y qué ingenio el del Señor Fiódor Dostoievski!

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