6 nov 2018

Bagatelas


Es el atardecer que se contempla desde la ventana de la casa que me habita. Desde el primer día que entré a este salón supe que sería un espectáculo ver desde aquí la salida del sol y su vuelta a casa ahora, a estas horas en las que la tarde cae y todo vuelve a ser cíclico: el baño del niño, la cena, el cuento, a dormir, y es donde comienza el desvelo cotidiano. Qué hacer con esto, con aquello; cómo resolver lo otro... 
Entramos en una cadena de acontecimientos que, a menudo, me hacen no ir más allá del cristal y no contemplar esta maravilla que es el cielo, su luz, sus colores, su discurrir lento, el silencio que se entrevé allá en su horizonte. 
Hay silencio también en esta habitación de ahora, ni siquiera suenan las arias que últimamente me dan su banda sonora: Nessun dorma, Va pensiero, Un bel dì verdremo... Esta tarde silencio por doquier. 
Y deseos de escribir, de teclear emociones: alegría en el trabajo, un proyecto maravilloso que fluye casi sin darnos cuenta, que se va tejiendo con hilos de mucho trabajo, pero también de generosidad, empeño, buen hacer. Coordino a un equipo de gente fascinante. Y las chiquillerías de Darío: su orden meticuloso para alinear los colores, su pasión por descifrar las palabras cuando cuenta tan solo en su haber con cuatro años, su constante fantasía para inventar historias de elefantes, su alegría que ríe y canta y salta llenándolo todo. 
Supe, allá en el 2005, que este salón me vería muchas horas. Me gustó tanto que he dado por él más de lo que valdría en esta vida y la siguiente. Pero estos momentos a solas, de plena contemplación, de unidad con lo que soy y lo que sé, no tienen precio. 





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