A veces te pones a teclear por el simple
hecho de escuchar el sonido mecánico de los dedos sobre la superficie lisa y suave
del portátil, por la añoranza de escribir. Hace días que querrías alimentar tus
halos; sacas fotos del cielo camino del trabajo y te fijas en las nubes, en los
fantásticos colores del amanecer, intensos, a veces de un rojo que pareciera que
algún dios lejano y presente llora. Piensas que esa canción que ahora escuchas
ilustraría muy bien unos versos trazados al vuelo ¿Cabe el tiempo en unas cajas?/ ¿Qué llaves de acero abren/ todas las puertas
cerradas? y que has de trabajar para convertir en poema. Pero enciendes la
pantalla y sobre el escritorio hay cinco documentos urgentes que has de
esculpir, mimar, completar, ampliar, y que van engrosando tu tesis doctoral,
esa vieja amiga que acaso no concluyas. Al mismo tiempo recuerdas que querrías
darle unos textos del Romanticismo que te emocionan y que, bien lo sabes, a
esos diez alumnos les hará levantar la vista del papel y suspirarán. Así que te
pones a ello. Y al mismo tiempo el paté de queso que acabas de elaborar ya
empieza perfumar con su aroma el pasillo de la casa. Tengo hambre. Me llama una
amiga para avisarme de que en diez minutos llegan ella y su hijo a casa un
ratito. A estas alturas ya sabes que los documentos seguirán esperando, que los
halos te aguardarán pacientes, que las imágenes seguirán sin revelar dentro del
móvil en una especie de limbo, y los versos estarán dentro de tu mente
convirtiéndose en endecasílabos y heptasílabos, o permaneciendo así, o
añadiendo y quitando después. Y así pasa el domingo, y pasan los días… Quizás
vivir no sea más que un proyecto.
19 ene 2014
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