3 oct 2009

Evocación de unas manos



Hoy el sol cae de lleno sobre el campo vasto. Pareciera que de un momento a otro esta llanura prendería de una leve mecha y casi sin darse cuenta el calor que nace de la tierra se elevaría hacia lo alto y comenzaría a inundarse todo de este inmenso amarillo anaranjado que quema los pensamientos. Hoy es pleno julio y estos rayos de fuego abrasan las intenciones, los anhelos. Hoy nada parece rebelarse. Hoy la emoción se anega quemada. Hoy he vuelto a paraísos de mi infancia, donde ya nada es lo que fue, donde ya nada está en su lugar, donde los escenarios e incluso los personajes han cambiado.
Hoy he visitado de nuevo la casa de mi abuela y he recordado que un día fui una niña, que un día los problemas que me acechaban como fríos hielos punzantes son apenas ahora un motivo que esboza leves sonrisas. La perspectiva ha cambiado con los años, con los veranos. Y ya nada es lo que fue.
Hoy he vuelto a contemplar con quietud y sorpresa ese cuadro azul que cuelga de la pared del salón que tanto me inquietaba cuando apenas rozaba los seis. Es un cuadro en formato horizontal de un metro por uno y medio aproximadamente que muestra con enorme precariedad una escena campestre en la que conviven sobre un fondo azul-cielo límpido dos animales: un búho y un pavo real. El fondo no logra crear sensación de perspectiva, pero el autor ha pintado unas montañas marrones. Y en el mismo plano un árbol. El cuadro no dice nada, carece de valor. Sin embargo, a mí me remonta a otros lugares, a otros espacios. Y si me dejo llevar puedo verme en aquellos veranos que se me antojaban eternos, las largas horas de siesta en las que me negaba a dormir como el resto y necesitaba leer. Escondida sin hacer ruido me sumergía en las historias de tesoros escondidos, de un hombre perdido en medio de una isla, de un pobre niño muy desgraciado que no tenía nada para comer… y así mis veranos se iban convirtiendo en una historia de pocos amigos y muchas lecturas. Mis paraísos inventados no se correspondían con las trivialidades de mis amigas que jugaban con muñecas a ser princesas: yo iba más allá. Siempre he ido un poco más allá de la realidad. Siempre me he movido con alfombras de Aladino y sueños quijotescos que hubieran resultado ser imposibles si no hubiese estado a mi lado siempre mi Doña Sancha madre. En fín…
Hoy he vuelto a aquella habitación donde me escondía de todos para no dormir la siesta con mis lápices y mis libretas y mis libros y mis mundos. Y aquella habitación se ha convertido en esta habitación: ya no está mi abuelo para dejar sus zapatos y su camisa en ella. Ya no la veo tan grande ni con el encanto que la veía antaño. Ya no está mi hermana pequeña queriéndose apoderar de mis valiosos enseres. Ella ha crecido y navega por sus mares. Ya no están mis primos que solicitan mi compañía para el juego. Ya mi abuela no tiene la vitalidad de entonces. Y yo… yo no he dejado de soñar. No he dejado de sentir que mi tesoro sigue estando impreso en aquellos libros. Yo no he dejado de soñar con sueños imposibles. Y cada vez más siento que ésto es lo que me acerca a áquello, que esta ilusión (que dure) es la que me hace estar más cercana a la niñez que hace tiempo perdí.
Sin embargo, esta pretendida, por momentos, inocencia, no me alcanza para suplir el hueco vacío que han dejado las manos de mi abuelo. Sus manos fuertes siempre me impresionaron. Siempre me parecieron que podrían haber sido las manos de aquel Robinson de mi libro de siesta, o de aquel capitán pirata, o de cualquier héroe de mi mundo.
Para ser sincera, estas líneas han nacido sólo para decir que sigo teniendo mis libros, pero que ya no lo tengo a él. Y que las tardes veraniegas se desvanecen ahora con una rapidez que nunca imaginé, mientras recuerdo sus uñas, su dedos grandes, su manos firmes y abiertas, siempre abiertas y leales. Las manos de un señor. Mientras escribo sobre recuerdos y añoranzas que nunca volverán, mientras los perfumes de antaño se evaporan con este amarillo intenso, mientras escribo sobre él.

(25-07-08)

1 comentario:

Pedro López Martínez dijo...

El verano pasado he leído "El viento de la Luna", una novela de Muñoz Molina en la que vuelve a sus orígenes y en la que inserta un capítulo maravilloso describiendo las manos de su padre. Leyendo esta entrada y mirando esa foto he sentido la fortaleza de las manos del abuelo (también yo he conocido a un abuelo con esas manos universalizadas), su ímpetu de ternura ancestral, su señorío.