4 ago 2011

Páginas dobladas (1)



Iba subida en los andenes del tren que cubría el trayecto Milán-Venecia. Tenía unos diecinueve años aproximadamente y fue la primera vez que doblé la página de un libro para señalar que lo que estaba leyendo era especial. Hay fragmentos de una novela o poemas que nos dicen a nosotros mismos, o tal vez consiste en que uno encuentra en esas palabras combinadas de esa forma concreta lo que hubiese querido expresar pero no logró. Copié la idea de doblar la página de mi vecino de vagón, que leía con avidez el periódico y doblaba alguna página sobre la que pretendía volver. Yo, que tenía entre mis manos a Machado, pensé que sería un buen ejercicio a partir de entonces.
Hasta hoy. Sigo doblando las páginas de los libros y he perfeccionado el sistema: subrayo el fragmento y tras ello, doblo la página por la esquina superior o por la esquina inferior. El orden no es aleatorio, tiene un significado: las páginas que desde hace más de diez años he doblado por la esquina inferior son imprescindibles para mí. Las otras, magníficas, pero en una escala menor. Ese es todo el misterio. Y desde hoy hasta que piense otra cosa, voy a compartirlas con quien se siga paseando por estos lares: no habrá orden, a veces no habrá comentarios sobre el fragmento, a veces no irá introducido por una imagen... Así de caótico y sin embargo, con tanto orden interno.
Asimismo, invito a los lectores a compartir sus fragmentos destacados, sus poemas reseñados o esa cita que se tiene por bandera. Leer lo relevante de cada uno es dar la posibilidad de leer al otro.

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Página doblada 1
(esquina superior)

Escribir para el cajón significa siempre una especie de parálisis. Al igual que el actor no puede actuar a solas, en su dormitorio, porque sin público no actúa de verdad, sino que simplemente hace muecas de loco, tampoco el escritor puede escribir exclusivamente para la posteridad porque necesita cierto eco, enseguida, de inmediato (Gide, tras decidir que solamente escribiría obras póstumas, se dio cuenta rápidamente de que no tenía ganas de escribir).


¡Tierra, tierra!, Sándor Márai.

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