27 feb 2012

D. Carlos Castilla del Pino: "tiradores de la memoria"



“Tu relación con los objetos es confidencial y selectiva: sólo las cosas que sientes como tuyas se vuelven tuyas: es una relación con la corporeidad de las cosas, no con una idea intelectual o afectiva que sustituya al acto de verlas y tocarlas. Y una vez conquistados para tu persona, marcados por tu posesión, los objetos ya no tienen pinta de estar allí por casualidad, asumen un significado como partes de un discurso, como una memoria hecha de señales y emblemas. ¿Eres posesiva? Quizá no haya aún elementos suficientes para decirlo: por ahora se puede decir que eres posesiva contigo misma, que te apegas a las señales en las que identificas algo de ti, temiendo perderte con ellas”.

Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero.


Hace algunos años ya, Carlos Castilla del Pino fue el invitado a nuestra clase de Teoría de la Literatura de 4ª de Filología Hispánica. Vino de la mano de J. María Pozuelo Yvancos para darnos una lección irrepetible a quienes tuvimos el privilegio de vivir esa hora. Cada vez que pienso en aquel día, me acude a la garganta una cierta nostalgia cercana a la melancolía: se subió a la tarima, se sentó en la mesa con elegancia y calma mientras nos miraba con unos ojos curiosos que escrutaban nuestros gestos. Después, uno a uno, fue desmenuzando pequeños fragmentos de su Pretérito imperfecto (aún no había publicado Casa del olivo). Nos contó a todos, con su barba blanca y su pelo canoso, cuáles eran los niveles de acercamiento por los que se rigen las relaciones humanas; nos desveló con aquella voz firme y decidida cómo había sido para él el proceso de la escritura de su propia vida; nos confesó qué particularidades le atribuía al género de la autobiografía, las ventajas de ese personal punto de vista que le permitía desligarse de lo vivido viviéndolo al mismo tiempo. Yo le miraba las manos, que por momentos se me antojaban raíces, y recreaba, con mi fantasía de estudiante, las horas en las que sus dedos habían tejido de nuevo los recuerdos para sembrarlos por siempre en la tierra fecunda de la letra impresa.

En un momento de osadía le pregunté cómo era capaz de evocar detalles tan nimios de episodios remotos, y él me respondió que se servía de lo que había dado en denominar “tiradores de la memoria”, refiriéndose a pequeños objetos que le servían para transportarse a aquel momento, a aquel lugar, a otra vida que ya había dejado de ser.

Nunca olvidaré esa nomenclatura que adopté inmediatamente. Tengo en mi poder un viñedo de recuerdos añejos que se conservan en barricas del mejor roble. En ellas se custodian centenares de objetos: el final de una vela, cajetillas de tabaco míticas (ahora que ya no fumo), piedrecillas de otras latitudes, conchas de mares desiertos, colgantes exóticos, pendientes que son canciones, una servilleta con alguna anotación, la pequeña tarjeta con un nombre y un teléfono que nunca marqué, el salvamanteles con la inspiración del momento de un restaurante sito en una cueva, un delfín sin mar, un pañuelo que aún huele a despedida, una hoja, el lazo que envolvía el libro de poesía, notas que eran pistas, sobres con sello portadores de deseos, postales con cielos y nubes, el corcho de un vino que conserva el tacto nervioso de la juventud, un fósforo huérfano, aquel cristal que se negaba a romperse... En definitiva, sorbos aromáticos, dulces, con tintes amargos en ocasiones, pero, sobre todo, “tiradores de la memoria” que me hacen sentir gratitud por la vida que he vivido y por quienes me han acompañado en el camino. Tenía razón D. Carlos Castilla del Pino porque ante esa caja abierta uno contempla otros aires, respira otras músicas, bebe otras tormentas, escucha otros tiempos, teje el paño de su vida.

Esta tarde, al releer el párrafo de Italo Calvino que abre este post, me he vuelto a transportar a aquella mañana lejana en la que escuché que los objetos tienen consigo una historia, y he sabido que todos los que guardo en esa caja están ahí porque son parte de mí misma, señales del camino que transité, espejos en los que puedo contemplar el tiempo perdido: el de la juventud. Y he pensado que todos tenemos una caja de recuerdos, un arsenal de “tiradores de la memoria”, decenas de copas de buen reserva que nos dejan, como mínimo, ecos inquietantes.

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